La obra de Pierre-Augustin Marbœuf es abundante. Dividida entre la inspiración humana y la animal, se configura desde una doble premisa: hacia arriba —las estrellas, el cielo, posiblemente un Dios ausente— y hacia abajo —la tierra, el cuerpo, la materia, incluso la nada—; finalmente, su registro emocional es múltiple: angustia, violencia o energía, serenidad, humor, deseo. Sin embargo, aunque suscite deseo, no deberíamos intentar descifrarlo: la función del arte no es transmitir verdades que el artista conoce a la perfección. Pierre-Augustin lo admite: cuando se le pregunta sobre su creación, responde hablando de su práctica artística, su gusto por los materiales o su biografía emocional, y no a un nivel teórico. ¿Y qué sentido tiene crear si ya sabes lo que vas a decir? Esto no significa que esta obra carezca de sentido ni que se reduzca a un juego de formas puras sin contenido. En efecto, aquí se expresa un universo subjetivo, en el que encontramos preguntas, tensiones y agitaciones propias de la condición humana. Pero este «significado» lo experimenta el artista; no es simplemente pensado o concebido; existe únicamente a través de formas perceptibles, visibles y experimentadas, y es accesible únicamente a través de las reacciones de nuestro cuerpo o de nuestro corazón. Finalmente, es relativamente abierto: cada uno puede recrearlo con sus propios ojos, ampliando así la propuesta del artista, respetando al mismo tiempo sus aspectos misteriosos. Ante esta profusión de figuras lunares, peces tranquilos o formas desgarradas, la inteligencia debe, por tanto, callar: dar paso a la emoción.